Un camión lleno de estudiantes, sin frenos, atravesando un bulevar y derribando una palmera, debería ser una alarma suficiente para cualquier autoridad responsable de la seguridad escolar. Pero en Baja California ya sabemos cómo funciona: primero se celebra el milagro de que no hubo muertos, después se aplaude la “destreza” del chofer y finalmente se entierra el verdadero problema bajo una montaña de comunicados que “investigan las causas del incidente”.
La pregunta obvia es: ¿qué hacía un camión en esas condiciones trasladando a menores? ¿Quién autorizó el uso de esa unidad? ¿Dónde están los mecanismos de supervisión del Cecyte y de la Secretaría de Educación? Porque no es la primera vez que escuchamos historias de transporte escolar convertido en ruleta rusa.
Mientras las autoridades insisten en llenar los discursos de “prioridad a la educación” y “bienestar estudiantil”, en la práctica permiten que la vida de cientos de jóvenes dependa de vehículos parchados, sin mantenimiento y sin control. Si el chofer no hubiese tenido la sangre fría para maniobrar, hoy estaríamos hablando de funerales.
Pero tranquilos, que la versión oficial dirá que “todo se atendió oportunamente” y que “los jóvenes están a salvo”, ¿Y mañana? ¿Seguiremos confiando en que la suerte y la pericia de un conductor reemplacen la obligación del gobierno de garantizar transporte escolar seguro?
Porque la verdadera falla aquí no es mecánica: es política y administrativa.