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Cuando Washington voltea a Rosarito

Lo que en Baja California se archivó entre discursos de transformación, ahora lo investiga Washington: la justicia llega en inglés cuando aquí se administra en silencio.

En Baja California ya nos acostumbramos a que la justicia funcione como la red de un pescador mal entrenado: atrapa sardinas, pero deja pasar tiburones, por eso resulta tan incómodo y al mismo tiempo revelador que Estados Unidos haya puesto los ojos en Araceli Brown, exalcaldesa de Rosarito, solicitando formalmente la colaboración de México en una investigación que apunta hacia presuntas operaciones de lavado de dinero. La noticia confirma lo que muchos sospechaban desde hace tiempo: que las irregularidades de Brown no eran simples rumores de temporada electoral, sino un conjunto de prácticas lo suficientemente turbias como para despertar la atención de Washington.

Aquí, durante su gestión, Brown acumuló señalamientos de opacidad y favoritismos que se fueron apilando en la memoria colectiva sin traducirse en consecuencias, las autoridades locales prefirieron dejar que el polvo cubriera los expedientes, confiando en que el olvido ciudadano les haría el trabajo, pero lo que se ignoró en Baja California con discursos de “transformación” y complicidad institucional, ahora se investiga al norte de la frontera. La ironía es brutal: necesitamos que otro país mueva sus piezas para que los políticos de aquí pierdan el sueño.

El episodio también deja al descubierto la doble moral del gobierno estatal y federal, cuando se trata de discurso, los funcionarios se envuelven en la bandera del combate a la corrupción y no pierden oportunidad de presumir austeridad republicana y transparencia, sin embargo en la práctica administran la impunidad con la misma disciplina con que administran presupuestos inflados y cuando Estados Unidos mete las narices, esas mismas autoridades que en México son ciegas, mudas y sordas, de pronto recuperan la vista, la voz y el oído.

Claro que no se trata de aplaudir la intromisión estadounidense como si fuera una bendición. Washington no actúa por altruismo ni por un repentino interés en la ética pública bajacaliforniana; responde a su propia agenda de seguridad y control financiero. Pero el mensaje es contundente: la corrupción local ya no es un problema doméstico, se ha convertido en un producto de exportación no deseado, que termina manchando incluso la relación binacional.

Lo más preocupante es lo que este caso revela sobre el estado de nuestras instituciones, si los expedientes contra políticos bajacalifornianos avanzan con más seriedad en oficinas de Washington que en las de Mexicali o Ciudad de México, entonces cabe preguntarse para qué mantenemos a una Fiscalía General de la República, una Unidad de Inteligencia Financiera y un Congreso estatal que solo parecen existir para proteger a los suyos. El silencio cómplice de las élites políticas es parte estructural del problema: mientras no se sacudan la costumbre de blindar a sus aliados, la justicia seguirá llegando con documentos redactados en inglés y con el sello de otro país.

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