La política mexicana se ha convertido en una pasarela de símbolos prefabricados, en Baja California, la gobernadora Marina del Pilar insiste en repetir el mismo truco: juntar las manos en forma de corazón, un gesto que en conciertos pop puede parecer tierno, pero en el escenario público se ha transformado en caricatura, lo que antes intentaba transmitir cercanía, hoy genera hartazgo.
La fotografía reciente es un ejemplo brutal: rodeada de funcionarios sonrientes y una botarga de utilería, la mandataria vuelve a posar con el corazón en alto como si ese símbolo tuviera poderes mágicos para tapar la inseguridad, la falta de servicios básicos o la precariedad que enfrenta la niñez que dice defender.
Los ciudadanos, sin embargo, ya no se tragan el truco, ellos no esperan coreografías de campaña, sino respuestas a problemas urgentes: calles seguras, empleos dignos, hospitales que funcionen, escuelas sin carencias y ahí está el contraste: mientras la vida diaria se complica, la gobernadora insiste en dibujar corazones con las manos como si eso fuera política pública.
La semiótica en política funciona cuando se respalda con hechos. Pero en este caso, la saturación de corazones se volvió insulto, porque cada gesto vacío se interpreta no como empatía, sino como desprecio: una burla para quienes ven cómo la brecha entre discurso e institución se agranda.
El resultado es demoledor: Baja California no recuerda ya el símbolo como signo de cercanía, sino como emblema de un gobierno más preocupado por la foto que por gobernar y mientras los problemas palpitan en las calles, la mandataria sigue entregando corazones de aire. Una metáfora dolorosa: el amor sin acciones es sólo propaganda y la propaganda sin resultados se convierte en cinismo.
