Una joven de apenas 18 años fue hallada sin vida en la colonia Durán, en la delegación Sánchez Taboada. Su familia la encontró tirada sobre la cama, después de no saber nada de ella durante horas. El día anterior, les había llamado para contarles que discutió con su pareja. Al día siguiente, estaba muerta.
La historia parece repetirse con la precisión de una tragedia anunciada. Vecinos relatan que el novio era violento, que ya había mostrado comportamientos agresivos. Las autoridades, por su parte, llegaron cuando ya no había nada que hacer: acordonaron la escena, levantaron el cuerpo y prometieron investigar. El ritual burocrático de siempre.
Cada caso como este exhibe la indolencia estructural de un Estado que reacciona pero no previene. En Tijuana, donde las cifras de feminicidio ya dejaron de escandalizar a las instituciones, una mujer asesinada se ha vuelto una nota más en el boletín policiaco. No hay sistema de alerta que funcione ni programa de prevención que trascienda el discurso. Las autoridades estatales y municipales se limitan a lamentar, pero rara vez a proteger.
Resulta imposible hablar de justicia cuando la impunidad se volvió norma. La Fiscalía acumula carpetas sin resolver, mientras los agresores —muchos de ellos conocidos, parejas o exparejas— siguen libres. Las campañas de “cero tolerancia” se diluyen entre declaraciones vacías y la falta de resultados.
La joven de 18 años tenía nombre, familia y sueños. Su historia no debería terminar como una estadística más. Pero en Baja California, la violencia contra las mujeres sigue siendo un asunto que se atiende con comunicados y minutos de silencio. El costo lo siguen pagando las víctimas, una tras otra, mientras el gobierno administra el dolor como trámite.